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La libertad de la salvación


La mayoría de nosotros estamos acostumbrados a trabajar por un pago. Nos pagan por un trabajo terminado, y hay una bonificación cuando el esfuerzo supera las expectativas. Es comprensible, entonces, que muchas personas crean que la salvación depende de nuestras acciones.

Los Diez Mandamientos muestran la norma de Dios para la santidad, pero aparte de Jesús nadie los ha obedecido perfectamente. De hecho, Santiago 2.10 señala que "cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos". Apenas un pensamiento de envidia, un comentario poco amable, o una acción que deshonre a los padres, es todo lo que se necesita para ser un transgresor de la ley, de acuerdo con lo que Dios estipula.

Es decir, si la salvación dependiera de nuestra insuficiente justicia, nadie podría salvarse. Pero estas diez normas no tenían la intención de salvarnos; su propósito era mostrar nuestra impotencia y señalarnos a Cristo (Gá 3.24).

Nuestro Padre Celestial sabía que con nuestras propias fuerzas éramos incapaces de cumplir su ley. Pero, por gracia, envió a su Hijo sin pecado para recibir el castigo que nosotros merecíamos por nuestras transgresiones: la muerte (Ro 6.23). Jesús cargó con nuestros pecados, murió y resucitó de la tumba. De este modo, venció al pecado para que pudiéramos ser libres.

La muerte y la resurrección de Jesús rompieron las cadenas del pecado. No podemos hacer nada para reconciliarnos con Dios; nuestra única esperanza es aceptar el regalo del sacrificio que Jesús hizo por nosotros. Al rendir nuestra vida a él, encontramos la libertad verdadera.

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